sábado, 31 de enero de 2009

Los corregimientos de Colombia


El fogón prende de manera espontánea. Se prepara arroz con pollo, similar a una olla comunitaria que hierve con comentarios, chistes y bromas. La comida reúne y regocija. El caldero se instala en los patios o a la orilla de ríos o arroyos. El paseo de olla es un arte que manejan como nadie los jóvenes de los corregimientos de Colombia. Ya quisiera ver uno a jóvenes urbanos, talentosos con lo electrónico, pero inciertos a la hora de prender un fogón de leña.

El arroz con pollo, atizado con la chispa de la leña, es tan sólo un elemento más que tienen en común los corregimientos de Colombia. Ubicados en la última escala del ordenamiento territorial, son una especie de hijos de segunda categoría de las cabeceras municipales, vástagos huérfanos frente a la administración regional y retoños no reconocidos por el poder nacional. En el pasado y en el presente, he tenido la oportunidad de visitar corregimientos de la Costa Caribe colombiana. Todos ellos comparten la alegría de sus pobladores, quienes apegados a su terruño superan cuánta dificultad depara la existencia material.

El primer aspecto en común es el de estar articulados por calles polvorientas e irregulares. Solares amplios donde se cuelga la ropa, se crían animales y se siembra pan coger. El sueño del pavimento puede llevar indefectiblemente al traslado de los males de las ciudades de concreto a ambientes apacibles y poco intervenidos por la mano arrasadora del desarrollo. De lo que sí no hay duda es de que al menos las vías de acceso deben garantizar el tránsito más allá de épocas de sequías y lluvias, que permitan el ingreso de productos y la conexión con el mundo exterior. No es el caso de muchos corregimientos e incluso municipios, aislados de la codicia exterior, pero también de los beneficios que trae consigo la articulación con los mercados regionales.

Este es el caso de Flores de María, corregimiento del municipio de Sabanas de San Ángel, clavado en las montañas del Magdalena. Pese a ser la tierra del legendario Juancho Polo Valencia y de su renombre por la dolorosa melodía de Alicia Dorada, Flores se mantiene similar a como la dejó Juancho Polo. Aislada y enclaustrada en sí misma, lejana y a la vez místicamente famosa.

La violencia, viva en cada esquina colombiana, se hace latente en los corregimientos de Colombia. No por voluntad de sus habitantes, sino por la incursión de unos y otros, movidos por la sed de tierras, recursos y control a sangre y fuego. Escenarios donde la violencia se ha desatado con la máscara horripilante de las masacres y los desplazamientos. Incluso algunos tan aislados, por fortuna, que ni la violencia llega. He ahí, otro aspecto común.

Y la precariedad. No sólo de las vías, callejones polvorientos e irregulares. También por los servicios intermitentes y caprichosos de agua y luz, la ausencia en ocasiones del gas natural, la nula disposición planificada de las basuras, la inexistencia de un alcantarillado, una educación sometida a las calenturas del trópico, un sistema de salud subordinado a la dinámica de los clientes cuyos derechos se suelen respetar muchas veces mediante las acciones de tutela. Una realidad que se asoma lejana a la hora de soñar con que el retrete no necesite de un baldado y permita tirar de la cisterna, abandonar la totuma y pasar a la ducha. Por fortuna, siempre está cerca un río o un arroyo, lugar que garantiza el agua y que no facilita entender porque resulta necesario pagar por “una agua que siempre ha estado ahí”. Lógicas encontradas.

Eso sí, las antenas de celular brotan como maleza, aseguran el negocio hasta en el rincón más escondido de la geografía nacional y demuestran que las fuerzas del mercado todo lo pueden. Y la esperanza. La esperanza del destete y la municipalización. La expectativa de administrar los recursos, de los males que desaparecen y de las necesidades que se atienden.

Es el caso de Flores de María, así como el de Mingueo (corregimiento de Dibulla, La Guajira), cuyas condiciones no difieren mucho, aun a pesar de estar atravesado por la troncal del Caribe. El de Palenque de San Basilio, patrimonio inmaterial de la humanidad, famoso y pujante, digno de admiración. Sin embargo, igual de quedado en materia de infraestructura como la cabecera ubicada en Mahates, Bolívar. Si la cabecera está en lo mínimo, ¿qué esperar frente a sus corregimientos? Es el caso de muchos corregimientos, pese a todo ello, unos y otros bailan al caminar, cantan al hablar, gozan con lo elemental.

Los corregimientos de Colombia encarnan esa realidad que para algunos se ubica en lo premoderno, pero que tienen su propia dinámica, colmada de virtudes y plagada de necesidades. Exigen una atención que a partir de la comprensión de su lógica permita un avance autónomo y acorde a las realidades locales. ¿Será el fomento de la cultura del pago en los servicios públicos, la pavimentación o la municipalización, la solución? Sospecho que tal vez no…

Por Nicolás Cárdenas Angel

1 comentario:

Lucas Peña dijo...

Chévere el tema. Da para hablar mucho, especialmente porque muchos corregimientos añoran ser municipios, como lo menciona. Es decir, no permanecen quietos como lo insinúa el artículo, en el que permanece la idea de que todo sigue igual por toda la eternidad. Será que no es un cambio suficientemente importante que haya red celular? Pienso en Norosí, hoy municopio escindido de Ríoviejo Bolívar, o San Juan de Uré, de Montelíbano en Córdoba, dos de los tres más recientes municipios colombianos, que lograron un nivel de ingresos aceptable y una población superior a los 4000 habitantes y hoy tienen a una clase política propia, no de la cabecera, administrando la vida de sus gentes. Lo de Uré bien puede ser simplemente que esta clase política quiera administrar importantes regalías de las minas de níquel, pero buscó eregir un municipio y lo logró, y eso merece destacarse... Todo cambia...

Ah, y bueno, rico el fogón de leña en el que me defiendo haciendo incluso sancocho, más tipico que el arroz con pollo a la hora de hacerlo en un río.