domingo, 18 de octubre de 2009

A preguntas ingenuas sentido común


Llueve y hace frío. Aun así nada se detiene. También hace viento, mientras un grupo de personas hace fila para disfrutar el calor de una buena pizza. Sombras se desplazan en busca de refugio. Otras se acomodan al calor de su destino a bordo del auto. Algunos más se instalan en el metro o en buses, olvidan su espacio personal cuando la prisa, el frío y el sistema de metro en mantenimiento así lo exigen.

El ambiente ha cambiado. Este promete ser un invierno infernalmente frío. Los árboles aun se pavonean con asomos verdes, mientras los humanos evidencian la existencia de los otros a través del vapor que sale de sus bocas.

Tal vez por que la vida transcurre como una montaña rusa de obligaciones y ocupaciones, para no ceder terreno y perder el logro de estar en Nueva York, es que los bares suelen ser un lugar de conversación más que de baile. Alrededor de unos tragos, los amigos se ponen al día, hablarán de lo que comentaron durante la semana vía Facebook, del trabajo y el jefe, de los planes futuros, las memorias pasadas y las inversiones probables.

Resulta más fácil charlar con el portero, un ex policía quien cuenta la motivación de su vida. Cada tres meses, él, como parte de un grupo de 22 hombres viaja a República Dominicana. Está casado, reconoce, y dada su carrera como policía puede excusarse con su mujer, bajo la coartada de que debe viajar para recibir una nueva capacitación. Y no miente. Su motivación es visitar el paraíso femenino en República Dominicana, evadir el frío del invierno y ahogarse en la pasión paga. Ingenuamente indago si no le preocupa llegar a enamorarse de alguna dominicana y de forma práctica y contundente responde: “siempre quiero a alguien distinta, si quisiera lo mismo, iría donde mi esposa, ¿no?”. Trabaja para follar alocadamente en el Caribe, cosas de sentido común…

De camino a casa, conversamos con un taxista dominicano. Nos comparte la idea que le viene rondando desde que un amigo le comentó sobre la posibilidad de unirse a la reserva del ejército. Están buscando voluntarios en dado caso que el premio Nobel se siga traduciendo en más envío de tropas. La mayoría de voluntarios vienen siendo de origen hispano. Los ojos le brillan al decir que recibiría 22.000 dólares al año, algo como 1,000 dólares mensuales dicen sus cuentas, más un entrenamiento, algo diferente al del portero del bar. Es sincero y asegura que si eso le permite mantener a su familia, lo tomará. Nuevamente se asoma mi ingenuidad y le pregunto sobre su sensación al llegar a ser actor en una guerra: “Yo no tengo miedo, las guerras son negocio, y se hacen allá donde vive gente infeliz como yo…”

El sentido común de la sobrevivencia en el corazón del capitalismo…

domingo, 11 de octubre de 2009

¿Siesta neoyorquina?


Diversas estancias y recorridos por la Costa Norte colombiana me heredaron la adopción de expresiones coloquiales a veces no comprendidas en otros medios, así como una práctica que apropié con todo gusto: la siesta. Mientras se está en una gran ciudad cuyo clima no obliga a asumir que el medio día es el fin y el comienzo de una nueva jornada, una zona liminal que exige recargar energía, la siesta no resulta del todo fácil. Pero con mañas y a punta de costumbre, logré incorporar la siesta a mi rutina bogotana.

Ahora, enfrentado a una ciudad donde nada se detiene en ningún lugar ni momento, cuestiono la posibilidad de incorporar esta práctica en la Gran Manzana. En Nueva York nada se detiene. Se respira una aceleración productiva, creativa y consumidora desbordada. Es posible ver como la gente come mientras camina, lee mientras espera o trabaja mientras viaja en el metro. Para la muestra un botón: al tomar el metro veo como un joven sazona su bandeja de sushi mientras de pie espera el arribo del metro. Evidentemente el metro no sería el lugar más aconsejable para degustar unos rollitos de sushi, pero hay que ver lo que pasa en esta urbe arrasadora.

Y es en el metro donde más se evidencia esta aceleración constante, donde se empieza a sentir que el tiempo no alcanza para nada. Los sentidos humanos se extienden a través de la tecnología por lo que aquel que no está conectado a unos audífonos, a la lectura de un libro o a la interacción con un video juego, resulta un bicho raro. Valga aclarar que en el metro no entra la señal de celular, por lo que el acceso al mundo exterior está de cierta manera “restringido”.

En Colombia la gente puede escuchar música o leer un libro en el bus, pero acá es realmente la norma. Se sorprende uno por la cantidad de gente que lee en el metro y no hablo de leer el periódico del día, sino de volúmenes enteros de literatura, teoría y material de la más diversa índole. He visto personajes leyendo desde Naked Lunch de Burroghs, hasta volúmenes de Webber, libros de texto de ingeniería y como no libros de autoayuda, superación y del mismísimo Paulo Coehlo.

Aquel que no está extendiendo sus sentidos de manera conciente, lo hace de manera inconciente, a través del mundo de los sueños. Rostros que transmiten cansancio eterno y que permiten intuir historias de trabajo dedicado para alcanzar el sueño americano, cierran los ojos y parten a rumbos desconocidos. El metro es lugar de tránsito, descanso, trabajo, placer o mero ocio.

Se empieza a sentir el ritmo frenético del estilo de vida neoyorquino. Caminos que se cruzan y se pierden. En una esquina se observa gente departiendo unas cervezas de manera emocionada, mientras que en la siguiente un parque concurrido es punto de encuentro para ejercitar el cuerpo. Camino y pienso en la viabilidad o no de una siesta.

Nadie, ni nada se detiene y tal vez por eso comienza a surgir la necesidad de seguir esos pasos. “Time is money” se dice. Y se empieza a entender el porqué. Hoy era domingo. Y sin vergüenza ni resquemor alguno, tomé una siesta suculenta y provechosa. No será la norma, pero prácticas vitales como ésta son difíciles de abandonar aun si se está en la Gran Manzana.