miércoles, 22 de abril de 2009

Manual de conversaciones políticas en familia



“…lo que ustedes llaman aciertos son errores, los que reconocen como errores son crímenes y lo que omiten son calamidades…”    

Carta Abierta de Rodolfo Walsh a la Junta Militar (1977)

Una noche de sábado o una tarde de domingo familiar se pueden ver afectadas por la nebulosa de las conversaciones políticas. “No hables ni de religión ni de política con extraños”, se nos debería advertir en vez de la recomendación ancestral de “no hablar con extraños”. ¡Qué sería de la vida si no habláramos con extraños! Y cuando se habla con aquellos a quienes se conoce, se debería añadir que si se habla de política o religión, se debe ser conciente frente a quien se habla. El asunto no es callar. El asunto es saber expresar, de uno y otro lado. Tengo un tío cura…

De las pequeñas lecciones se sacan grandes aprendizajes. Como cuando una muy querida profesora destacaba que es mejor ir a las cuestiones positivas primero, para pasar a lo negativo, privilegiar el contenido sobre la forma. Pero siempre evitar los radicalismos que invisibilizan los puntos medios. Matizar el gris.

En ese anhelo de poder hablar de política en familia, recomiendo anotar lo positivo de la contraparte. Es un ejercicio bien difícil. A ver, ¿qué reconoce uno del gobierno Uribe? Que sí, que es un presidente que para bien o para mal ejerce el poder. Que gobierna. Y lo hace con elocuente habilidad. Sí, que es sagaz. Que efectivamente ha gozado de victorias militares contra las guerrillas. ¿Qué más? Que la seguridad habrá mejorado en cuanto a la movilidad por las carreteras. ¿Qué más?... ¿el proceso de paz con los paramilitares? Hmmm…no creo…

Lo siento, hablo de este lado.

Pero el diálogo está dado. Te reconozco esto, pero… Acudo a Rodolfo Walsh, escritor alzado en pluma y enfrentado hasta la muerte con las dictaduras en la Argentina, quien manifestaba desde su posición: “lo que ustedes llaman aciertos son errores, los que reconocen como errores son crímenes y lo que omiten son calamidades”.  Y lo mismo puede argumentarse en este caso, intentando siempre reconocer la posición de la contraparte.

Los aciertos. El liderazgo de Uribe. La necesidad de mano firme luego del gobierno blando e insulso de Pastrana. Para unos un acierto, para otros un error. El error de quien se eterniza en el poder, del ejercicio de un liderazgo personalizado con tintes mesiánicos. Sí, un presidente muy hábil, quien mediatiza su personalidad y fabrica su imagen.

Un círculo que se ha posicionado con destreza en el poder, que hasta cuenta con un consejero medievalmente odioso tanto como su nombre. Rodeado, eso sí, de casualidades que van más allá de la contingencia de las coincidencias. Los congresistas uribistas vinculados con la parapolítica, la influencia de los paramilitares en las elecciones, las relaciones de parentesco y amistad con círculos narcotraficantes y paramilitares, las reuniones palaciegas, la oscuridad que rodea a la primera reelección…

…y a la segunda que viene en camino…

Otros consideran como gran acierto la Operación Jaque. Sin cuestionar el derecho primordial a la libertad y lo inaceptable que resulta el secuestro como recurso político, la expresión encierra el supuesto paso previo a la derrota del rey, en este caso las FARC. A quien mataron fue a Reyes, para Colombia todo un acierto, para Ecuador la violación a su soberanía. Si bien las FARC se encuentran rezagadas ante el acoso oficial, ¿ha cesado la violencia? Ahí, tenemos un punto de quiebre. El gran acierto que entraña el craso error de la seguridad democrática, donde prevalece la primera y la segunda sirve de adorno cómplice de una estrategia que tiene extrañas nociones de lo que es convivir. ¿O las Convivir?

Luego aparecen los errores declarados. El gobierno lamenta la muerte que produce, lamenta ser un agente de violencia. Fueron un error los falsos positivos, los rescates fallidos, las chuzadas telefónicas, las agresiones a la marcha indígena, la impunidad de la reparación… Impera el planteamiento de la fuerza, del 6% del PIB destinado al  gasto militar y de una lucha ciega e ignorante contra las “drogas”. El discurso de la seguridad democrática. El discurso de la violencia como recurso democrático, donde las muertes son botín de guerra.

¿Y qué hay de lo que no sabemos? ¿De lo que sabremos? Día a día brotan semillas de escándalos, vínculos y torcidos donde se favorecen hasta los hijos presidenciales. Preocupa el afán de eternizar a alguien en el poder, de no legislar en el presente sino para perpetuar a futuro. Y perpetuar un discurso de  fuerza a la brava, de poca tolerancia hacia posiciones contrarias.

Así que dialoguemos. ¿Aciertos o errores? ¿Errores o crímenes? El diálogo está dado. Tenemos mucho de que hablar…


miércoles, 8 de abril de 2009

Lolita a mi edad


A mi edad, mi padre ya tenía dos hijos. Mi otra abuela ojeaba nacer nietos, uno tras a otro. A mi edad, ni soy padre, ni mi madre es abuela. O sí lo somos, bajo la figura blanca, canina y muppet de Lolita.

Como toda relación de pareja, la nuestra sufre de emociones y fricciones, descensos y ascensos. La relación con mi madre y con Lolita. Como en toda relación. Y Lolita llegó a llenar el vacío de emociones y desgastes.

Su presencia me inspira el más profunda amor. Confío en ella el calor hacia mis ancestros, aquellos abuelos y abuelas que partieron sin responder mi curiosidad incluso indiscreta. El cariño eterno hacia la familia que a duras penas veo, hacia aquellos que por circunstancias me puedo tropezar y ni siquiera reconocer, a los amigos que se fueron, que están y que regresarán. Hacia quienes me acompañaron en sueños como meras posibilidades pero como realidades en dimensiones paralelas.  Hacia quienes alguna vez estuvieron y siempre estarán.

En ocasiones lamento no poder darle una educación. Conversar sobre sus impresiones sobre la “realidad”. Lamento exigirle más allá de su naturaleza curiosamente mordelona. Me arrepiento de regaños desproporcionados, reclamos airados, de la violencia física para hacerme entender. Del tiempo que le dedico y que le pudiera dedicar. Lejos de culpas, sé que como sea ahí estoy. 

A la edad de Lolita, nueve meses, yo a duras penas comía y dormía. Crecía. Lolita vive a su ritmo, entre el frenesí de la pereza y la ansiedad de la excitación. Yo vivo al mío, tal vez, entre el frenesí de la excitación y la ansiedad que trae consigo la pereza. 


miércoles, 1 de abril de 2009

Buscando visa


“…con mil papeles de solvencia
que no les dan pa ser sinceros…”

Buscando visa para un sueño

Juan Luis Guerra

Solo lo había visto en películas. Un teléfono separado por un vidrio, como sucede en una cárcel. Los interlocutores de frente se miran mientras se comunican por la bocina. En esta ocasión no sabía muy bien quien era el prisionero y quien el visitante.

En Colombia existe la cédula de identidad, que por estos días debe ser renovada, ante lo cual es inevitable padecer una espera de hasta tres años. Pero también existe otra cédula que otorga prestigio y caché, aceptación ante el mundo: la visa norteamericana, requisito para pisar el imperio en crisis y salvoconducto que facilita el trámite de las visas a Europa o México.

El trámite para la visa empieza con una llamada telefónica, en donde se es atendido por una operadora cuya voz maquinal y latina de Miami intenta guiar al “solicitante” en el proceso que recién se inicia. Toda pregunta, cuya respuesta se salga del libreto, suele ser contestada con un seco “eso se lo dejo a su consideración señor…”. Y bueno allí se viene el pin, número que brinda la posibilidad de pagar US$340 por el sí o por el no. Si se multiplica por los miles de asistentes al día, por cinco días a la semana, por tantas semanas al año, muestra que el negocio no está para nada mal.

Luego sigue la llenada de los formularios y la consecución de los papeles que permitan certificar que uno solo quiere ir de visita y que no se va a quedar. Ante los formularios le embarga a uno la inquietud de si será estratégico poner o no poner que se viajó a Cuba, Ecuador y/o Venezuela en los últimos diez años. Para un agente federal podría ser perfectamente una ronda por países que entran a formar parte del eje del mal. Por fortuna, en este caso, nunca he pisado suelo de Irán o Corea del Norte. Los soportes buscan mostrar que sí tengo algo en el banco y que tengo un trabajo. Hasta pensé llevar una foto de Lolita para certificar mis responsabilidades en Colombia.

Y luego el día decisivo. La cita en la embajada. Una larga fila donde se acumulan los citados de  7:00 a 7:30, junto a otra fila con aquellos quienes madrugamos para la cita entre 9:00 y 9:30. Perfectamente cabría una tutela por invasión del espacio público, pero… Funcionarias colombianas con uniforme del departamento de estado norteamericano revisan la documentación, descartan fotos que no cumplen con los porcentajes de frente y nariz reglamentarios e instruyen con altivez a quienes tienen dudas. Una voz replica que si no se pega la gente a la reja, uno detrás de otro, se suspende el ingreso. El gran hermano habla y regaña en la voz femenina de los altoparlantes.

El paisaje humano trae de todo. Un grupo de san andresanos exhiben su inglés isleño, madre e hija riohachera emperifolladas, personajes de la farándula que se ven como uno más del montón, una familia de Cartagena, de hijos grandes y hermosa hija, un político guajiro con su esposa e hijo, una madre con un joven que parece por vez primera parece acompañar su pelo parado vestido de sastre y corbata, dos monas de piel estirada y atiborrada de polvos, niñas de colegio en uniforme que probablemente perdieron con mucho gusto y caché un día de clases.  

Y lo que se vienen son filas y espera. Un galpón acondicionado con sillas, venta de comida en el “Grab n go” o café. Fila para entregar los papeles y fila para la toma de huellas, no sin la previa recomendación: “Favor limpiarse las manos de sudor” Y es que la gente suda, una posible negativa, para algunos una más en el acumulado, produce más que sudor. Algunos otros optimistas aprovechan la espera para llenar de antemano de la consignación del envío del pasaporte y la nueva visa. Un grupo es asignado para pasar a la “cita” vía teléfono con el agente consular.

Y la espera. La gente lee, mira al techo, conversa o una que otra mujer, curiosamente guapa, camina de un lado a otro como encerrada en una cárcel.

Voces de todos los tonos anuncian los grupos y la ventanilla donde se debe pasar. La del agente de la ventanilla 17 produce risas, su acento norteamericano permite un asomo de frescura en medio de la espera. Un adolescente intenta dormir en el refugio de su capucha, hostil hacia el mundo exterior encarnado en su mamá. “El grupo 457 favor pasar a la ventanilla 2”. La mamá se levanta y el adolescente molesto la increpa: “¿Qué parte de 457 no entendiste?”. Su grupo es el 456.

Y la respuesta final. “Tengo visa, ufff…”. Ojos lagrimosos, cargados de alegría y de frustración. Manos en la cadera que descansan o que lamentan la negativa. Ojos que se dirigen al piso y buscan escapar de allí, ojos que se dirigen a la estación final: el envío por correo de la visa obtenida. 

“Nos van a dejar barriendo la embajada…”, se escucha mientras se recogen las sillas y se empieza a cerrar las labores del día. Una paloma recorre tranquilamente el recinto, por fortuna suya, sus alas no la hacen prisionera de las fronteras humanas.

Finalmente pasamos, que cuántas veces se ha ido, qué que se hace, qué que familiares viven allá. “Usted está aceptado”. ¿Gracias? Pues sí. Aunque quizás sería bueno devolverles algún día la experiencia a la que todos aquellos países que exigen visa a los colombianos nos someten a diario.