martes, 28 de octubre de 2008

Crónica de un viaje a Honda

Al ganado calentador, protagonista de una triste e impotente empresa, víctima de la gana propia.


En días anteriores visité Honda, Tolima. Al atravesar la carretera desde Bogotá, no deja de impresionar el ser ya habituales testigos del derrumbe monstruoso a la entrada de Villeta. La amplia carretera que viene por La Vega, se encuentra hace años interrumpida indefinidamente, obligando a todo viajero entrar al pueblo y seguir camino. Un vestigio más de los increíbles estudios de suelos, de la planeación y previsión que caracteriza a nuestro aparato institucional.

Tampoco deja de impresionar, cómo pese a no ser zona roja, en el sentido legal del término, en Honda la muerte ronda de cerca y es visitante frecuente en las conversaciones cotidianas. El caso de un joven en bicicleta, quien encontró la muerte tras soltarse de la tracto mula que le servía de agarre e impulso. La muerte violenta de dos sujetos, al parecer desmovilizados y dedicados al pago extorsivo del gota a gota. El robo de una buseta rumbo a La Dorada y el susto de los tenderos quienes pensaron de inmediato en la guerrilla ante los golpes en busca de auxilio en su ventana. Por aquí y por allá, por accidente o por mero destino.

Como el destino de un ladrón de solares. Luego de robar herramienta y poner de sobreaviso al afectado, se dio inicio a la cacería. La conclusión, al momento de establecer la denuncia frente a las autoridades policiales, fue la de “prepárese, ese vuelve”. Pues a armarse de valor y de changón, a poner señales y evitar el sueño. Ocho días y la señal dio la alarma, y en efecto volvió, como gato sigiloso tras su presa, con los tennis amarrados al hombro. La cacería estaba dada y el tiro certero en la espalda fue la estocada a la afrenta de violar la paz del hogar en las horas más profundas del sueño. “Cucho, me mató…me mató…cucho…” . Una vez arriba la policía, se realiza el dictamen, no sin antes reclamar por no haber hecho justicia con la propia mano.

-“Casallas…, usted por acá…Ese es una rata, un vicioso…la próxima vez haga bien el trabajo, don…”

Se arregló la cosa para evitar problemas, el ladrón se recupera en el hospital y se mantiene el temor frente a una nueva cacería.

Así operan la justicia y la seguridad.

Addenda: ¿Cómo convencer a un adolescente, criado en el limbo entre las labores del campo y los placeres de la vida citadina, de no contemplar las filas del ejército como una posibilidad de vida?

¿Cómo persuadir a un joven recién salido de la policía, quien prestó servicio en Miraflores, Guaviare, quien quiere retornar a la policía pese a la experiencia y los hostigamientos vividos?

martes, 21 de octubre de 2008

Mi perra come caca

A Lolita.

"La coprofagia implica la ingestión de heces, esto puede ocurrir con las propias, de otros perros y/o de otras especies (gatos). Naturalmente, el perro no encuentra contrariedad en el sabor de las heces, ni oposición natural a esta conducta que el hombre toma como antinatural, pues la coprofagia es considerada como un comportamiento natural en el perro".


-Lolita, ¿qué haces?

Silencio.

-Te repito, ¿Lolita qué haces?

Silencio.

-Por última vez, ¿Lolita qué haces?

Silencio.

-Lolita, ¡te estoy hablando!

Silencio. Ojos que no ven, corazón que no siente.

-Lolita, por favor, mírame.

Si los ojos caninos hablaran, en esta ocasión dirían:

-No joda, abrase.

-Lolita, qué decepción. Y pensar que esta mañana tu lengua recorrió mi rostro.

Silencio.

-¿Lolita?

Silencio.

miércoles, 8 de octubre de 2008

Colombicidio: Unas valen más que otras


El sufijo «cidio» deriva del verbo latino «caedere» que significa matar.

Las reflexiones sobre Colombia conducen inevitablemente a la muerte. La muerte intencionada. Historias desde siempre y por siempre que servirían de salvavidas a un guionista sin inspiración. En todas ellas la muerte aparece por aquí o por allá, como medio o como fin. O como ambas cosas.

La semana anterior los medios se dieron un banquete sazonado con el crimen de un bebé de once meses. El asesino era su padre, un taxista de Chía, quien pocas horas antes había concedido una entrevista pidiendo la liberación del niño. Historia en todo sentido cruel y lamentable, un plan que no sólo estipulaba asesinar al niño, sino a partir de ello inducir el aborto de su excompañera y para evitar problemas, eliminar a sus compinches. La razón de fondo, preservar su relación actual. Con arrogancia irónica, el sujeto podría apelar como defensa el ser un romántico extremo.

En fin, la muerte del niño llenó de vigor la sed mediática y la recolección de firmas para apoyar iniciativas que buscan la pena de muerte para violadores y asesinos de niños. Hombres y mujeres desfilaron ante micrófonos manifestando su indignación con el hecho que “no tiene nombre” (sí lo tiene, filicidio, cuando un genitor atenta contra la vida de su hijo), cometido por alguien que “ni siquiera es un animal, ni siquiera una hiena hace eso” y quien debe recibir “todo el peso de la ley”. Hasta los jugadores de fútbol profesional lucieron camisetas en apoyo a la propuesta de cadena perpetúa, antes de afrontar la fecha anterior.

Cadena perpetúa y pena de muerte. Pese a no estar impresas en ninguna ley colombiana, de ambas se sufre en Colombia. La primera en la triste experiencia de secuestrados, inocentes en un conflicto heredado y carnada como botín de guerra. Tan inocentes como aquellos falsamente condenados a la cárcel, al exilio involuntario por ser quien no se debe o al desplazamiento por estar donde no conviene. La cadena perpetúa a no poder expresarse, a callar y escapar. Y de la segunda son prueba las fosas comunes, tan comunes en el léxico colombiano como las palabras masacre, ejecución y desaparición.

Como la de campesinos y ciudadanos disfrazados de guerrilleros aun cuando no es el día de las brujas. Como la de jóvenes que parten de casa para aparecer enterrados en fosas comunes como muertos en combate.

Pues bien a la muerte nos hemos acostumbrado. Tanto aquellos quienes vivimos en la burbuja citadina, como aquellos quienes viven en fincas, pueblos y veredas. Pero ojo, no sólo nos hemos acostumbrado con terca resignación al dolor de la muerte, demente como el crimen del taxista filicida. Ahora nos quieren acostumbrar a la muerte como motivo de alegría y victoria. Y el botín de la muerte lo tolera todo, desde cruzar fronteras ecuatorianas para eliminarlos de la faz de la tierra (léase Raul Reyes), hasta celebrar, con la mano victoriosa del muerto, la confirmación de su deceso (léase Iván Rios). ¡Estamos ganando la guerra!, brindarán en el éxtasis de la batalla.

Al pensar sobre la muerte, sobre Colombia, queda la sensación que unas muertes valen más que otras. Importan más que otras. Para bien o para mal. Como la del bebé frente a la de jóvenes de Soacha, embarcados hacia el entierro en fosas comunes. Como la de los líderes guerrilleros, así sea por vejez, frente a la extradición de los líderes paramilitares. Ya no sólo nos debemos acostumbrar a la muerte intencionada, que se asoma bajo todas las formas y conjugaciones imaginadas y por imaginar. Ahora debemos acostumbrarnos a ella, como si fuera un motivo de alegría y de esperanza. Y como país parece que no queda más que acudir a la muerte, en vida y en el otro lado, como último recurso para corregir las perversiones propias.

(La imagen fue tomada de Vladdo, de: http://www.semana.com/noticias-vladdo/vladdo/116255.aspx)